El Titanic se hundió un día después de que nosotros encallásemos. Llevaba más de 2000 pasajeros a bordo y colisionó contra un iceberg. Tú y yo éramos dos y chocamos entre nosotros generando una catástrofe que se nos antojó parecida.
Antes del hundimiento ya había habido noches de tormenta, pero ahora, las rachas de viento huracanado sobre mi almohada son constantes. Con el tiempo, he conseguido que los ríos no se desborden de las comisuras de mis ojos, y se sequen antes de llegar al mar. A pesar de todo, sigo dejando surcos de desconsuelo entre las sábanas cuando me da por pensar qué hubiese pasado de haber amarrado un poco mejor las velas.
Puede que en algún momento se nos olvidase echar el ancla y vagásemos a la deriva sin apenas percibirlo. O puede que en determinadas circunstancias hubiese sido mejor tirarse al agua y nadar. Lo cierto es que luchamos por no morir ahogados, pero teníamos engranajes oxidados imposibles de restaurar.
Nunca fuimos como Jack y Rose, quizás porque nuestro iceberg escondía bajo la superficie algo más de lo que mostraba. Quizás porque podíamos ser completamente diferentes aún pareciendo dos gotas de agua, o quizás porque navegar nos terminó produciendo sensación de mareo.
Ahora, desde esta isla desierta enclavada en el mar que compartimos, te escribo un mensaje en una botella que seguramente no te llegará. Porque me he dado cuenta de que el amor no es cuestión de tener buen oleaje, ni de saber tripular. El amor es cuestión de tener el valor de subirse al barco y poner rumbo sin destino. Porque no importa tenerle miedo a los piratas, cuando sabes que llevas contigo un mapa del tesoro.
Elena Martín López
Elena Martín López