"Y me besó. Fue el tipo de beso del que nunca podría hablar en voz alta con mis amigos. Fue el tipo de beso que me hizo saber que nunca había sido tan feliz en toda mi vida". (Stephen Chbosky)
Siempre he estado enamorada del mar, siempre me ha gustado ese 'no se qué tiene' del que todo el mundo habla al referirse a él, o a ella, según se mire; y el misterio fascinante que esconde bajo la espuma, en las oscuras profundidades de su inmenso corazón azul.
Siempre me ha maravillado su inquietud de mareas, su locura torrencial y su engañosa calma. El cóctel de colores que se forma en su estómago, la mezcla de olores que plaga sus alrededores, y su indescriptible capacidad de llenarte el alma sin ahogarte. Los pequeños detalles que los llaman, de este gran coloso marino. Detalles que ahora descansan comprimidos en sus ojos, a orillas de una costa que tiene el color de su piel.
Le conocí en una puesta de sol, mientras hablaba con las olas, como un loco convencido de que estas en algún momento le contestarían. Estaba tan sumergido en la conversación como los peces lo están debajo del agua, o como sus manos lo estaban en los bolsillos laterales de su pantalón, donde guardaba dos puñados de arena. Dirigía su mirada hacia el oeste, y soñaba con ser ese astro luminoso que vagaba a sus anchas por el Universo y que ahora se fundía al contacto con la superficie mojada del horizonte.
Se mantenía inmóvil, casi sin pestañear, y cuando me acerqué dibujando huellas en la arena, no se sobresaltó. Tampoco dijo nada. Simplemente inhaló una bocanada de aire llena de salitre como quien se toma una medicina para seguir respirando, y me regaló una sonrisa tan luminosa que fue envidiada por todos los faros del litoral mediterráneo, entonces la que dejó de respirar fui yo.
Él era de cerca, yo de demasiado lejos, o quizás fuese al revés. Él de aquí y yo de allá, yo del norte y él del sur, o puede que del oeste, por donde desaparecía el sol que me despertaba a mi por las mañanas. Lo cierto es que a mí siempre me pareció de todas partes, de todas mis partes, porque desde que le conocí nunca dejó de recorrerme los lunares.
Por eso nunca fuimos de un punto en concreto, ni cardinal ni final, porque entre nosotros siempre hubo demasiadas comas, demasiadas frases inacabadas que siempre quedaron abiertas de par en par. Continuaciones de historias que se iban enlazando cada nuevo encuentro, que se iban sellando con abrazos a larga distancia y besos confiados al aliento del viento. Demostraciones de cariño escondidas entre caracolas, con banda sonora de fondo, del fondo del mar, porque su risa siempre me pareció como el cantar de las olas.
Y es que desde aquel día no ha habido un segundo en el que mi corazón no haya excedido el límite de velocidad latiendo. Siempre a 1000 por hora y subiendo, porque no hay suelo suficientemente bueno en el que mantener los pies sujetos cada vez que volvemos a vernos. Allí, en aquella orilla que nos mojaba los pies y nos sacaba las mejores sonrisas. Así, con un millón de caricias a nuestras espaldas. Aquí, con un millón de recuerdos tatuados por dentro. Porque, al fin y al cabo, eso es lo que somos y lo que siempre hemos sido, dos re-cuerdos en este… 'nuestro mundo de locos'.
E.M.